Iban, a fuer de hambrientas, cavilosas
con alguna inquietud y más galvana
de julio caluroso una mañana,
muy cerca de una aldea dos raposas.
Tenía la una de ellas brava traza,
equívocas maneras y gazmoñas;
pero entrambas a dos eran bisoñas
en el arte difícil de la caza.
Llegan a una pradera que vecina
está de cierta mísera aldehuela,
párase la más diestra con cautela
atisbando muy gorda una gallina.
El pájaro doméstico hacia casa
iba, y paróse con visible pasmo,
admiración profunda y entusiasmo
al contemplar una perdiz que pasa.
«¡Ave -le dice-, que con raudo vuelo
atraviesas de nubes el celaje,
de admiración recibe el homenaje
que extasiada te envía desde el suelo...!»
Entonces la raposa inteligente:
«Acometamos -dice- este avechucho.»
«Vásenos a escapar, volará mucho.»
«Apostara a que no mi mejor diente.»
«¿Sábeslo tú?» «¡Por vida del dios Baco!
¿Pues qué? Si ella volara con destreza
¿por ventura elogiara la torpeza
con que se mueve esotro pajarraco?»
Bien discurren a veces las raposas;
sabe, si genios en buscar te afanas,
que el hombre a quien admiran las medianas
nunca será capaz de grandes cosas.