No era la Muerte, pues yo estaba de pie
y todos los muertos están acostados,
no era de noche, pues todas las campanas
agitaban sus badajos a mediodía.
No había helada, pues en mi piel
sentí sirocos reptar,
ni había fuego, pues mis pies de mármol
podían helar un santuario.
Y, sin embargo, se parecían a todas
las figuras que yo había visto
ordenadas para un entierro
que rememoraba como el mío.
Como si mi vida fuera recortada
y calzada en un marco
y no pudiera respirar sin una llave
y era como si fuera medianoche
cuando todo lo que late se detiene
y el espacio mira a su alrededor
la espeluznante helada, primer otoño que llora,
repele la apaleada tierra.
Pero todo como el caos,
interminable, insolente,
sin esperanza, sin mástil
ni siquiera un informe de la tierra
para justificar la desesperación.
Emily Elizabeth Dickinson (Amherst, Massachusetts), fue una poeta estadounidense. Su poesía apasionada le ha colocado en el reducido panteón de poetas fundamentales estadounidenses junto a Edgar Allan Poe, Ralph Waldo Emerson y Walt Whitman. Dickinson procedía de una familia de prestigio y poseía fuertes lazos con su comunidad, aunque vivió gran parte de su vida recluida en su casa. Los conocidos de Dickinson probablemente sabían de sus escritos pero no fue hasta después de su muerte, en 1886, cuando Lavinia, la hermana pequeña de Dickinson, descubrió los poemas que Emily guardaba y se logró hacer evidente la amplitud de su obra.