¿No te da tristeza? Bueno, a mí no sé qué me da ¡se van los viejos! Los pobres poquito a poco se van. Y se van tan despacito que ni lo sienten, ¿será el consuelo de saber que se habrán de ir en paz? ¡Ah! Todo es inútil: nada los detendrá: ¿pasarán este otoño, o el invierno otra vez los hallará contándonos por las noches cosas de la mocedad? Y cuando no estén, ¿durante cuánto tiempo aún se oirá su voz querida en la casa desierta? ¿Cómo serán en el recuerdo las caras que ya no veremos más? ¡Que ya no veremos! ¿Nunca se te ha ocurrido pensar en el silencio que dejan aquellos que se nos van? Y en nosotros mismos, piensas alguna vez, ¿es verdad? En nosotros, que también nos tendremos que callar. Cuando nos llegue la hora como a los viejos, ¿habrá para nosotros la dulce confortación familiar que tanto alivia? ¿Qué labio piadoso nos besará? ¿Nos sentiremos muy solos? ¿Y nos iremos en paz?
El otoño, muchachos. Ha llegado sin sentirlo siquiera, lluvioso, melancólico, callado. El familiar bullicio de la acera tan alegre en las noches de verano se va apagando a la oración. La gente abandona las puertas más temprano.
Cuando escucho el rojo violín de tu risa, en el que olvidados acordes evocas, un cálido vino — licor de bohemia — me llena el cerebro de músicas locas.
Desde hace una semana falta ese parroquiano que tiene una mirada tan llena de tristeza y, que todas las noches, sentado junto al piano bebe, invariablemente, su vaso de cerveza
Has vuelto, organillo. En la acera hay risas. Has vuelto llorón y cansado como antes. El ciego te espera las más de las noches sentado a la puerta. Calla y escucha. Borrosas memorias de cosas lejanas evoca en silencio, de cosas